Después de un día bastante fuerte a nivel emocional, y haber festejado mi cumpleaños en la hospitalidad de los kelpers en la Globe Tavern, nos levantamos temprano como todos los días preparados para nuestro suculento desayuno con el que Celia nos deleitaba todas las mañanas, cargamos la botella de agua (hoy pienso que entre 2 llevábamos solo un litro y medio de agua y me río) y nos encontramos de nuevo con Ulrich que nos iba a llevar al Monte Tumbledown.
No nos dejó en la base, sino en una especie de estancia que era lo máximo que se podía llegar en un auto que no era 4×4 y se nos vinieron unos caballos encima que no nos dejaban bajar. Maxi se hizo amigo de ellos al toque, así que mientras yo intentaba escapar de ellos él se sacaba fotos. Hacía un frío particular y con las tormentas de los días anteriores el camino no era el mejor. Además de la nieve, la turba nos hundía por todos lados y nos mojaba las zapatillas. Yo, que tenía unas zapatillas comunes, tuve los pies mojados prácticamente toda la semana. No podíamos ir muy rápido: La nieve nos tapaba casi todo el camino, así que íbamos con cuidado de no dejar los tobillos en las islas.
Dada nuestra inexperiencia no sabíamos dónde empezaba todo y dónde terminaba, así que simplemente nos dejamos llevar y empezamos a caminar. Vimos unas huellas y las seguimos hasta llegar a una formación rocosa que buscamos a ver si encontrábamos algo pero no vimos nada. Lo que sí vimos fue a las personas casi llegando a la base del Monte Tumbledown y empezar a subirlo, así que decidimos apurarnos un poco, con la esperanza de ver si nos encontrábamos con los veteranos para poder compartir aunque sea uno de estos lugares con ellos, y simplemente callarnos y escuchar sus historias.
Antes de cruzar la meseta que separaba donde estábamos con la base del monte, vimos que se acercaba una tormenta de nieve y sacando el optimismo a flote sentimos que íbamos a llegar sin problemas. Por si hace falta, aclaro que por supuesto que no llegamos y que apenas nos sacamos unas fotos en una posición argentina, nos guarecimos en ella.
Cuando finalmente llegamos a la base del Monte Tumbledown, lo primero que vimos fueron unas cocinas de campaña que estaban en mucho mejor estado que las que vimos en el Monte Longdon. A lo alto vimos una cruz y como pudimos subimos hasta arriba para ver sus inscripciones, que por supuesto eran inglesas, igual que las personas que habíamos visto a lo lejos. Ninguna de las cruces que encontramos en todos los montes tenían nada relacionado con argentinos. Supongo que es la historia escrita por vencedores… Lo que sí no puedo dejar de destacar es que igualmente se te pone la piel de gallina leyendo los mensajes de los que perdieron a sus seres queridos. Ante todo somos personas, y los que declaran la guerra nunca pelean.
Seguimos subiendo y encontramos muchísimas posiciones argentinas y algunas de ellas en buen estado. De nuevo, las zapatillas de lona se robaron nuestra atención. Escuchamos dos versiones de por qué pudimos haberlas encontrado, y claramente son bien contradictorias. Puede ser que dependa del rango de la persona que lo dijo, puede ser también que las dos sean verdad y que al haber tantos soldados no se haya podido controlar el calzado de cada uno, pero lo cierto es que por alguna razón estaban en campo de batalla. Unos dicen que sí las usaban en momentos de pelea y otros que sólo las tenían cuando estaban «libres», pero en el resto del tiempo tenían los borcegos reglamentarios. Capaz los oficiales al estar ocupados escuchando el mundial de España ’82 no tenían tiempo de ver en qué estado peleaban sus soldados. De nuevo, muchos de los que peleaban no habían elegido estar ahí, eran pibes que deberían estar rompiendo las bolas con sus amigos en alguna esquina de algún barrio, en cualquier rincón del país. Prefiero creer la opción de que estas zapatillas aparecieron «por casualidad» en estos lugares, porque si yo tenía frío en la manera en la que estaba vestido, no me imagino estos chicos con zapatillas de lona.
Apenas salimos de esta última posición y caminamos un poco, se vino la peor tormenta que sufrimos en estos días. Nos jugó en contra también que elegimos el peor lugar para salvarnos de la nieve y el viento, así que llegó un momento en el que los dos pensamos que nos quedábamos ahí. Las zapatillas totalmente congeladas, los cordones que se podían quebrar con solo moverlos un poco, las piernas entumecidas y la incertidumbre de no saber cuándo iba a parar. Esto fue un resumen en tres líneas de nuestro «sufrimiento», donde también hubo gritos al estilo de «Qué hacemos acá si podemos estar comiendo masitas en lo de Celia?», «La próxima venimos en verano», «LPQTP» y un largo etcétera.
Cuando terminó la tormenta seguimos avanzando, pero el camino ya no nos daba alternativa de seguir adelante y parecía que lo único posible era volver. Emprendimos el camino de vuelta, y cuando llegamos a donde no habíamos visto nada al principio, encontramos barriles de combustible YPF totalmente oxidados.
Esta noche, como la primera, fuimos a comer a un restaurant que quedaba un poco lejos de nuestro alojamiento, pero que vendía comida rápida, y como en todos lados éramos bastante observados por el resto de la gente, ya que no éramos rubios de cara colorada, pero por suerte en las veces que fuimos no hubo ningún sobresalto.